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Bulle: donde la pasión se vuelve visible
Lunes, 21. Abril 2025, 08:00am - 05:00pm
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Juan Francisco Tibaldi

Cabaña Don Adolfo – Sastre, Santa Fe

La pasión no se enseña, ni se impone: sucede. Se transmite con la naturalidad de lo que no busca ser comprendido, como una herencia que no pasa por las palabras sino por los hábitos. No irrumpe —se filtra. Avanza, como el agua bajo tierra, modelando sin ruido aquello que terminará siendo visible. No se nota al principio, pero deja marcas que uno no sabría cómo negar. Quizás por eso no se elige tener pasión: se la descubre, como se descubre el idioma en que uno sueña antes de saber que ha empezado a soñar.

Hay formas de heredar que no se parecen a lo que se hereda. A veces no se trata de tierras, ni de herramientas, ni de saberes explícitos, sino de una forma de estar frente a las cosas. En mi casa, la pasión no se discutía: ya estaba. Era algo que venía de antes, como el apellido o el olor a campo en la ropa. Nunca sentí que me la ofrecieran, y mucho menos que me la impusieran. Simplemente estaba ahí, circulando entre las cosas. Y si hoy siento lo que siento, si estoy donde estoy, es porque hubo alguien que vivía esto con tanta naturalidad que terminó volviéndolo parte de nosotros. No fue una decisión, ni una revelación. Fue una manera de crecer. Y aunque nunca hablamos de eso con solemnidad, yo sé bien de dónde viene todo lo que me pasa cuando estoy frente a un animal. Y ese origen —el mío—es mi padre. Estoy seguro que eso también venía de antes. De mi abuelo, o de su abuelo. Porque estas cosas no empiezan con uno: ya estaban, en algún gesto, en alguna manera de mirar. Y tal vez sigan también después, en Olivia y en Antonio. Uno no siempre sabe dónde nace lo que lo forma; solo siente que es parte de algo que lo antecede y que, con suerte, o por suerte, continuará.

Con los años, esa corriente silenciosa fue tomando distintas formas entre nosotros. El legado no pedía ser imitado, sino continuado. Cada uno encontró una manera de hacerlo vivir. Y a veces, esa manera es sostener la memoria viva de lo que ocurre. Mi hermano Juan Manuel tiene la cualidad —y la virtuosidad—de conocer cada exposición que se haga en el mundo. Lo de virtuosidad no es atribuirle a un mérito técnico, sino una forma casi secreta de hacer las cosas bien. La información le llega como por cauces invisibles, y cuando la comparte, no lo hace para brillar, sino para que algo no se pierda. La virtuosidad, en él, no es una hazaña: es una costumbre. Como si supiera exactamente dónde poner la silla antes de que uno piense en sentarse, y sin hacer ruido. Gracias a él, lo que sucede en una pista, por más distante que sea, nunca nos queda del todo lejos. Su mirada convierte lo que podría perderse en algo presente. Y en un mundo donde todo pasa demasiado rápido, él logra que algo permanezca.

Volver real lo que tantas veces se vio a la distancia era, más que una decisión, una consecuencia natural. Había recorrido el camino sin darme cuenta, y un día simplemente tocaba llegar. Y si había que llegar a algún sitio, era a Bulle. No por capricho, sino porque era obvio. Hay lugares que se vuelven inevitables sin levantar la voz. Bulle no fue un destino impuesto por la costumbre, sino por el peso de lo que representa: un punto discreto pero exacto en el mapa de la lechería mundial. Como esos nombres que no necesitan explicación, porque ya están.

Ubicada entre colinas suaves y campos prolijos, esta ciudad tiene poco más de 20.000 habitantes. Sin embargo, durante unos días, se convierte en el centro de un mundo. No
por volumen, sino por densidad. Todo lo que ocurre allí —la forma en que se preparan los animales, el orden de las rutinas, la manera en que se camina alrededor del Espace Gruyère—responde a algo más que una agenda: es una forma de entender este oficio.

La exposición comenzó el jueves con la celebración por el 50º aniversario. No fue un acto para las fotos, sino un momento real de reconocimiento. Estaban los que hicieron el camino, y los que lo van a continuar. No hubo pista, pero hubo emoción. La que no se ensaya, la que se nota en los ojos de los que saben cuánto vale una vida dedicada a esto.

El viernes trajo movimiento, pero no por el concurso Swiss Fleckvieh, que transcurrió con corrección y sin sobresaltos, sino por lo que se avecinaba al caer la tarde: el Swiss National Sale. La subasta nacional suiza es mucho más que una venta. Es un momento de tensión y entusiasmo donde cada ternera o vaquillona representa una historia por comenzar.

Entre todas, una llamó la atención por lo que traía en la sangre: una nieta de Erbacres Snapple SHAKIRA, hija del toro Hulu. Su venta, en 7.500 francos suizos, fue uno de los momentos de mayor expectación. La cifra era significativa, pero lo que realmente se percibía era que esa genética llevaba historia: no solo por lo que prometía, sino por lo que evocaba. Aun así, el precio más alto de la noche fue para Mattenhof Revelation HANNA LISA, hija de HANNA-VRAY por Blondin REVELATION, vendida en 9.500 francos suizos. Una ternera con elegancia, proyección y una presencia que no necesitaba explicación.

Entre las que más me impactaron estuvieron dos terneras. S Bro Bullseye ECLAIR, hija de S Bro Crushabull ELIZ por MB-Luckylady BULLSEYE, de la familia de GS Alliance Atwood ELINA, fue, sin exagerar, una de las más sólidas del remate. Tenía estructura, armonía, y un tipo que se sostiene más allá de la edad o el momento. La otra —una hija de Duckett HAVEADREAM con madre Hullcrest Showtime EMOJI, descendiente de Krull Broker ELEGANCE—me conmovió por otra razón. Hay algo en las terneras de esa familia que me resulta visiblemente reconocible: como si su estructura hablara un idioma que entiendo sin necesidad de traducir.

El sábado fue la jornada de mayor exigencia y mayor recompensa. A las ocho y media ya estaba todo en marcha. Las Red Holstein abrieron la pista con sus categorías jóvenes. Mientras las vacas rojas entraban una tras otra, comencé a notar un patrón en mis elecciones. Sin saberlo, mi mirada se repetía sobre animales distintos pero con una misma raíz: eran todas hijas de Swissbec POWER.

La campeona junior Red Holstein fue Plattery Atomic JOSIE, una vaca bien estructurada, con buen carácter lechero, sólida en sus patas y limpia en sus líneas. Su ubre, bien adherida y con colocación posterior alta, acompañaba con naturalidad su tipo general. Ganó con claridad, sin exageración, como suelen hacerlo las que no necesitan demasiado para imponerse.

Después vinieron las Holstein junior. La campeona fue Holst. Papaux Showking ELORIA, una vaca joven completa, fuerte en sus líneas, expresiva y bien balanceada. Pero entre todas, hubo una que me llamó especialmente la atención: Künzi’s Sidekick HANNA, ganadora de la categoría 1. Una hija de Sidekick que desde que entró al anillo mostró naturalidad, estructura limpia y muy buenos aplomos. Fue el animal joven que más me gustó en todo el día.
Por la tarde, la pista se preparó para recibir a las adultas. Las Red Holstein iniciaron el bloque con animales de gran presencia. La gran campeona fue Ptit Coeur Atomic PASTILLE, hija del toro Atomic-Red y nieta de la mítica Pastelle EX-96. Una vaca con gran carácter lechero, sólida, con una ubre funcional y un porte elegante sin excesos. Su victoria no sorprendió: era de esas vacas que desde que ingresan imponen respeto.

Las Holstein adultas cerraban la jornada con la solemnidad que solo logran los grandes momentos. Cada fila era una afirmación del nivel que alcanzó la cría suiza. Ya no había lugar para titubeos: las vacas estaban hechas, completas, con sus historias corporales a la vista.

La categoría 10 fue, para mí, uno de los momentos más intensos de la jornada. Era una fila pareja, exigente. Pero bastó que DAKOTA entrara para que algo cambiara. No hizo falta mirar el número: era evidente cuál era. Tenía estructura, feminidad, equilibrio. Por cómo se paraba. Por cómo no necesitaba hacer esfuerzo para imponer presencia. Su sistema mamario era tan estético como funcional, con un poder de irrigación notable, un ligamento medio definido con claridad y una colocación de pezones que combinaba precisión, balance y armonía con el conjunto. Schoenhof Alligator DAKOTA, criada por Mattenhof Holstein & Dupasquier Eric, ganó su categoría con claridad. Y ahí ya supe que, para mí, sería la campeona del día. Más tarde fue elegida Reservada Campeona Nacional. Lo acepté con respeto. Pero no fue la vaca que más me marcó: DAKOTA sí lo fue.

El jurado eligió como Gran Campeona Holstein 2025 a Longeraie Armagedon GENTIANE. Una vaca sólida, con gran estructura, funcional y con mucho desarrollo. Había argumentos para justificar su elección, sin duda. Pero mi mirada estaba en otra parte. En DAKOTA. En esa presencia silenciosa que dice más que cualquier título.

Me quedé unos minutos más cuando todo terminó. El predio se vaciaba con lentitud, como si el día no quisiera irse del todo. Las luces seguían encendidas sobre la pista, pero ya no apuntaban a nadie. Pensé en cada categoría, en cada animal, en cada elección. No solo las del jurado: también las mías. Pensé en lo que me había llevado. No en la valija, sino más adentro. Porque hay exposiciones que uno recuerda, y otras que lo definen. Esta fue ambas cosas.

Quien forma parte de esta relación con los animales debería comprender que el gusto es inseparable de la belleza, y que, por lo tanto, es subjetivo. No se improvisa, no aparece de golpe, ni se imposta, por más que algunos lo intenten. Repetir con soltura lo que no se ha comprendido del todo puede parecer conocimiento, pero no lo es. En estos ámbitos, la seguridad no basta si no está sostenida por una mirada propia. Y hay territorios —como este—donde eso se nota. El gusto, a diferencia de la pasión, se forma lento, en el tiempo del aprendizaje real: el de las horas viendo caminar animales, el de las discusiones en voz baja que forjan criterio, el de la observación constante y silenciosa. Pero también es profundamente personal: no responde a modas ni a la necesidad de agradar. Tener una mirada propia —y sostenerla— exige memoria, sensibilidad y, a veces, coraje. No se acomoda al aplauso ni se diluye frente a la crítica. No es un gesto ni una opinión fugaz: es una forma de estar frente al mundo.

Porque cuando esa mirada nace del compromiso, lo que hay detrás no es una preferencia pasajera, sino una pasión serena. No la que se proclama, sino la que se cultiva. Esa que
se sostiene sin pedir permiso y sin esperar aprobación. Elegir con convicción, sin ceder ante el ruido, es también una forma de entrega. Una fidelidad íntima a lo que uno siente. Y en ese gesto —silencioso, pero firme—la pasión se hace visible.

No todo lo que uno hace tiene explicación en el momento en que lo hace. A veces el sentido aparece después, cuando las piezas encajan sin necesidad de forzarlas. Estar ahí, en esa tribuna, no fue solo una experiencia; fue una verificación. Cada elección previa —el viaje, el tiempo invertido, los criterios formados en silencio—encontraba su espejo en esa pista. Nada fue grandilocuente. Y sin embargo, todo estaba dicho.

Porque hay lugares donde las cosas no necesitan anunciarse: simplemente ocurren con una claridad que no admite traducción. Bulle no fue un descubrimiento: fue un reconocimiento. No como algo nuevo, sino como algo que, en el fondo, uno ya sabía. Ese tipo de certeza que no grita, pero se impone. El lugar preciso donde el gusto, el trabajo y la pasión encuentran forma, sin explicarse, y cuando la pasión es auténtica, no busca recompensas ni explicaciones. No se negocia ni se exhibe: simplemente persiste. Camina sola. Se levanta temprano. Observa en silencio. Y, sin que nadie tenga que señalarlo, sigue.

 

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